LAS VIRTUDES TEOLOGALES
"Sólo
podremos adquirir la libertad interior en la medida en que desarrollemos el
ejercicio concreto de estas virtudes.
Lamentablemente,
en el lenguaje actual la palabra «virtud» ha perdido mucho de su significado.
Para entender éste correctamente, es preciso acudir a su sentido etimológico:
en latín «virtus» quiere decir «fuerza».
La virtud
teologal de la fe es la fe en tanto que es para nosotros una fuerza. La
epístola a los Romanos nos dice a propósito de Abraham: Ante la promesa de
Dios no dudó dejándose llevar de la incredulidad, sino que confortado por la Fe,
dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es El para cumplir lo que
prometió[1].
De igual
modo, la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y
lejana, sino esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumplirá sus
promesas; una certeza que confiere una inmensa fuerza. En cuanto a la caridad
teologal, podríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.
Estas tres
virtudes teologales constituyen el dinamismo esencial de la vida cristiana. Es
indispensable conocer el papel que desempeñan, llamar la atención sobre ellas y
convertirlas —a ellas, y no a otros aspectos secundarios, como ocurre en
ocasiones— en el centro de toda la vida espiritual. La madurez del cristiano es
su capacidad para vivir de fe, de esperanza y de caridad. Ser cristiano no es
frecuentar tal o cual práctica, ni seguir una lista de mandamientos y deberes;
ser cristiano es, ante todo, creer en Dios, esperarlo todo de El y querer
amarle a El y al prójimo de todo corazón. Todos los demás aspectos de la vida
cristiana (la oración, los sacramentos, todas las gracias que recibimos de Dios
—incluidas las experiencias místicas más sublimes—) no persiguen más que un
solo fin: aumentar la fe, la esperanza y la caridad. Si no es éste su
resultado, no sirven absolutamente para nada.
El Nuevo
Testamento —y especialmente las cartas de San Pablo— esclarece mucho el
dinamismo de la fe, la esperanza y la caridad, estableciéndolas como el centro
de la existencia cristiana. Dirigiéndose a los cristianos de Tesalónica, el
Apóstol confiesa acordarse sin cesar ante nuestro Dios y Padre, del
ejercicio de vuestra fe, del esfuerzo de vuestra caridad y de la constancia de
vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo[2].
En la lucha interior (otro tema muy querido de San Pablo) las armas del
cristiano son fundamentalmente estas mismas virtudes teologales: seamos
sobrios, revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, y con el yelmo de
la esperanza de salvación[3].
Hagamos
notar que las virtudes teologales desempeñan un papel clave en la vida
espiritual, pues constituyen un medio privilegiado de colaboración entre
nuestra libertad y la gracia divina. Todo cuanto hay de positivo y de bueno en
nuestra vida procede de la gracia divina, de la acción gratuita e inmerecible
del Espíritu Santo en nuestros corazones. Pero esta gracia sólo puede ser
plenamente fecunda en nosotros si cuenta con la cooperación de nuestra libertad.
«Os he creado sin vosotros, pero no os salvaré sin vosotros», decía el Señor a
Santa Catalina de Siena.
Así pues,
las virtudes teologales son a la vez, misteriosa pero realmente, un don de
Dios y una actividad del hombre. La primera cita extraída de la
carta a los Tesalonicenses que acabamos de mencionar así lo manifiesta
claramente. La fe es un don gratuito de Dios: nadie puede decir «Jesús es el
Señor» sin que el Espíritu Santo se lo conceda. Pero, al mismo tiempo, es
también una decisión del hombre, un acto de adhesión voluntaria a la verdad que
proponen la Escritura y la Tradición de la Iglesia.
Este
aspecto voluntario aparece más marcado aún en momentos de duda y tentación.
«Creo lo que quiero creer», decía Santa Teresita del Niño Jesús en la prueba
final de su vida, y sobre el corazón llevaba escrito con su sangre el Credo.
Habrá ocasiones en que la fe sea espontánea, pero no debemos olvidar que se
trata de un acto, una adhesión voluntaria de nuestra voluntad a la palabra de
Dios, que a veces exige un gran esfuerzo. Creer no siempre «sale solo»: hay
momentos en que es preciso armarse de valor para cortar por lo sano con dudas y
vacilaciones. No obstante, no olvidemos que, cuando hacemos un acto de fe,
éste sólo es posible porque el Espíritu Santo ayuda nuestra debilidad[4].
Igualmente,
también la esperanza constituye una elección que a menudo requiere un esfuerzo.
Es más fácil inquietarse, temer o desanimarse, que esperar. Esperar es dar
crédito: una expresión que indica claramente cómo en la esperanza no hay
pasividad, puesto que implica un acto.
En cuanto
al amor, también éste es una decisión: quizá cuando el deseo nos empuja a ello,
el amor surja de modo espontáneo, pero muy a menudo amar significa «elegir»
amar o «decidir» amar. De otro modo, el amor sólo sería emoción,
superficialidad o egoísmo, y no lo que esencialmente es, es decir, algo que
compromete nuestra libertad.
Dicho esto,
es siempre con la mediación de un acto de Dios (oculto o perceptible) como la
fe, la esperanza y la caridad se hacen posibles[5].
Las virtudes teologales nacen y crecen en el corazón del hombre gracias a la
obra y a la pedagogía del Espíritu Santo".
[1] Rom 4, 20
[2] 1 Tes 1,3.
[3] 1 Tes 5, 8.
[5] La cuestión de fondo que recorre estas reflexiones es la siguiente:
¿cómo un acto humano (el acto de creer, de esperar o de amar) puede ser un acto
plenamente humano, libre y voluntario, a la vez que un don gratuito de Dios, un fruto de la acción del Espíritu Santo
en el corazón del hombre? En este punto tocamos el profundo misterio de la
«interacción» entre la actividad de Dios y nuestra libertad, un problema
espinoso tanto en el plano filosófico como en el teológico. Sin adentrarnos en
él, diremos simplemente que no existe contradicción entre el obrar de Dios y la
libertad humana: Dios es el Creador de nuestra libertad y, cuanto más influye
Él en nuestro corazón, más libres nos hacemos. Los actos que realizamos bajo la
acción del Espíritu Santo provienen de Dios, pero son también actos plenamente
libres, plenamente queridos y plenamente nuestros. Porque Dios es más íntimo a
nosotros que nosotros mismos
Tomado del libro "La libertad interior", de Jacques Philippe. Editorial Patmos 2010
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