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"La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente" (San Juan Pablo II)

lunes, 21 de mayo de 2012

Las virtudes teologales. Jacques Phillipe




             LAS VIRTUDES TEOLOGALES
                              

"Sólo podremos adquirir la liber­tad interior en la medida en que desarrollemos el ejercicio concreto de estas virtudes.


Lamentablemente, en el lenguaje actual la palabra «virtud» ha perdido mucho de su significado. Para en­tender éste correctamente, es preciso acudir a su senti­do etimológico: en latín «virtus» quiere decir «fuerza».

La virtud teologal de la fe es la fe en tanto que es para nosotros una fuerza. La epístola a los Romanos nos dice a propósito de Abraham: Ante la promesa de Dios no dudó dejándose llevar de la incredulidad, sino que confortado por la Fe, dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es El para cumplir lo que prometió[1].

De igual modo, la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y lejana, sino esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumpli­rá sus promesas; una certeza que confiere una in­mensa fuerza. En cuanto a la caridad teologal, po­dríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.

Estas tres virtudes teologales constituyen el dina­mismo esencial de la vida cristiana. Es indispensable conocer el papel que desempeñan, llamar la atención sobre ellas y convertirlas —a ellas, y no a otros as­pectos secundarios, como ocurre en ocasiones— en el centro de toda la vida espiritual. La madurez del cristiano es su capacidad para vivir de fe, de espe­ranza y de caridad. Ser cristiano no es frecuentar tal o cual práctica, ni seguir una lista de mandamientos y deberes; ser cristiano es, ante todo, creer en Dios, esperarlo todo de El y querer amarle a El y al próji­mo de todo corazón. Todos los demás aspectos de la vida cristiana (la oración, los sacramentos, todas las gracias que recibimos de Dios —incluidas las expe­riencias místicas más sublimes—) no persiguen más que un solo fin: aumentar la fe, la esperanza y la ca­ridad. Si no es éste su resultado, no sirven absoluta­mente para nada.
 
El Nuevo Testamento —y especialmente las car­tas de San Pablo— esclarece mucho el dinamismo de la fe, la esperanza y la caridad, estableciéndolas como el centro de la existencia cristiana. Dirigiéndose a los cristianos de Tesalónica, el Apóstol confiesa acordarse sin cesar ante nuestro Dios y Padre, del ejercicio de vuestra fe, del esfuerzo de vuestra caridad y de la constancia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo[2]. En la lucha interior (otro tema muy querido de San Pablo) las armas del cris­tiano son fundamentalmente estas mismas virtudes teologales: seamos sobrios, revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, y con el yelmo de la espe­ranza de salvación[3].

Hagamos notar que las virtudes teologales desem­peñan un papel clave en la vida espiritual, pues constituyen un medio privilegiado de colaboración entre nuestra libertad y la gracia divina. Todo cuanto hay de positivo y de bueno en nuestra vida procede de la gracia divina, de la acción gratuita e inmerecible del Espíritu Santo en nuestros corazones. Pero esta gracia sólo puede ser plenamente fecunda en nosotros si cuenta con la cooperación de nuestra li­bertad. «Os he creado sin vosotros, pero no os salva­ré sin vosotros», decía el Señor a Santa Catalina de Siena.

Así pues, las virtudes teologales son a la vez, mis­teriosa pero realmente, un don de Dios y una activi­dad del hombre. La primera cita extraída de la carta a los Tesalonicenses que acabamos de mencionar así lo manifiesta claramente. La fe es un don gratuito de Dios: nadie puede decir «Jesús es el Señor» sin que el Espíritu Santo se lo conceda. Pero, al mismo tiem­po, es también una decisión del hombre, un acto de adhesión voluntaria a la verdad que proponen la Es­critura y la Tradición de la Iglesia.

Este aspecto vo­luntario aparece más marcado aún en momentos de duda y tentación. «Creo lo que quiero creer», decía Santa Teresita del Niño Jesús en la prueba final de su vida, y sobre el corazón llevaba escrito con su sangre el Credo. Habrá ocasiones en que la fe sea es­pontánea, pero no debemos olvidar que se trata de un acto, una adhesión voluntaria de nuestra voluntad a la palabra de Dios, que a veces exige un gran es­fuerzo. Creer no siempre «sale solo»: hay momentos en que es preciso armarse de valor para cortar por lo sano con dudas y vacilaciones. No obstante, no olvi­demos que, cuando hacemos un acto de fe, éste sólo es posible porque el Espíritu Santo ayuda nuestra debilidad[4].

Igualmente, también la esperanza constituye una elección que a menudo requiere un esfuerzo. Es más fácil inquietarse, temer o desanimarse, que esperar. Esperar es dar crédito: una expresión que indica cla­ramente cómo en la esperanza no hay pasividad, puesto que implica un acto.

En cuanto al amor, también éste es una decisión: quizá cuando el deseo nos empuja a ello, el amor surja de modo espontáneo, pero muy a menudo amar significa «elegir» amar o «decidir» amar. De otro modo, el amor sólo sería emoción, superficialidad o egoísmo, y no lo que esencialmente es, es decir, algo que compromete nuestra libertad.

Dicho esto, es siempre con la mediación de un acto de Dios (oculto o perceptible) como la fe, la es­peranza y la caridad se hacen posibles[5]. Las virtudes teologales nacen y crecen en el corazón del hombre gracias a la obra y a la pedagogía del Espíritu Santo".

[1] Rom 4, 20
[2] 1 Tes 1,3.
[3] 1 Tes 5, 8.
[4] Rom 8, 26
[5] La cuestión de fondo que recorre estas reflexiones es la siguiente: ¿cómo un acto humano (el acto de creer, de esperar o de amar) puede ser un acto plenamente humano, libre y voluntario, a la vez que un don gratuito de Dios, un fruto de la acción del Espíritu Santo en el corazón del hombre? En este punto tocamos el profundo misterio de la «interac­ción» entre la actividad de Dios y nuestra libertad, un problema espino­so tanto en el plano filosófico como en el teológico. Sin adentrarnos en él, diremos simplemente que no existe contradicción entre el obrar de Dios y la libertad humana: Dios es el Creador de nuestra libertad y, cuanto más influye Él en nuestro corazón, más libres nos hacemos. Los actos que realizamos bajo la acción del Espíritu Santo provienen de Dios, pero son también actos plenamente libres, plenamente queridos y plenamente nuestros. Porque Dios es más íntimo a nosotros que noso­tros mismos



Tomado del libro "La libertad interior", de Jacques Philippe. Editorial Patmos 2010

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